El Bacalao, cuestión literaria

 


Rudyard Kipling habla en sus Capitanes Intrépidos del gran banco pesquero de Terranova. Se refiere a él como el “verdadero desierto de aguas ondulantes, atormentado por los vendavales, asolado por los hielos a la deriva, marcado por la estela de los descuidados trasatlánticos y punteado por las velas de la flotilla de pesca”. Es aquí donde se pesca el bacalao. De este pez dice Mark Kurlansky que “es hermoso con motas ambarinas, como de leopardo, en el lomo verde aceitunado; tiene el vientre blanco, y una larga lista blanca fusiforme en los costados entre aquel y el lomo moteado. Son mucho más bonitos que los islandeses[1]”.

Kurlansky refiere la historia de aquel pescador medieval que cobró un bacalao de un metro, lo cual era bastante común en aquella época. Y el hecho de que el bacalao hablase tampoco parecía demasiado sorprendente. Lo que resultaba insólito era que lo hacía en una lengua desconocida. Hablaba euskera. “Este cuento popular vasco -afirma el escritor- no solo demuestra la vinculación de los vascos con su idioma huérfano, indescifrable para el resto del mundo, sino sus lazos con el bacalao del Atlántico. Gadus morhua, un pez que no se ha visto nunca en aguas del País Vasco o resto de costas de la Península Ibérica”. [2] A pesar de la leyenda, si no ese, cualquier otro bacalao podía hablar portugués en aquellos días. Incluso en la novela de Kipling aparece Manoel, un pescador portugués. En las obras de John Dos Passos, nieto de portugués, hay diferentes referencias al bacalao. Desde el pescado puesto a secar aprovechando los pocos rayos de sol que se cuelan entre la persistente niebla, hasta el plato preferido de su padre: las lenguas de bacalao. Es decir, las kokotxas.

Hay muchas referencias al bacalao en la literatura universal. Así las encontramos en obras de Miguel de Cervantes como Rinconete y Cortadillo, La vida y hechos de Estebanillo González y, por supuesto, en El Quijote. En la primera, el bacalao está frito. En la segunda, se trata de “tapar” una mala elaboración con ajo y pimentón. En El Quijote, el bacalao estaba “mal remojado y mal cocido”. En Veinte mil leguas de viaje submarino, Julio Verne nos da toda una lección de ictiología con referencias al bacalao, a su pesca en Terranova. Pero, son solo referencias. La obra de Kurlansky es un ensayo.

Manuel Vazquez Montalban no dejó una pequeña joya literaria (“pequeña”, por su extensión): Reflexiones de Robinsón ante un bacalao. La novela habla del naufragio de un obispo en una isla desierta. El hombre, vividor convencido, reflexiona sobre el profundo significado de la cocina, el gusto y la importancia de la comida en la composición de la experiencia humana.

El narrador, cuyo nombre no se revela, es, como ha quedado dicho, un obispo que ha puesto sus capacidades financieras al servicio del Vaticano para "mayor gloria" de la Iglesia católica. Sofisticado gourmet durante sus muchos viajes alterna citas de negocios con visitas a los mejores restaurantes del mundo. En uno de ellos conoce a Muriel, apasionada por la navegación solitaria, convirtiéndolo en su amante y compañero de singladura. Cuando se separan, el obispo continúa navegando solo, pero es atrapado por un vendaval en el Caribe que le hace naufragar en lo que se llamará "Hillary Island" . Aquí se ve obligado a alimentarse con los recursos que la isla pone a su disposición. Eso sí, se demostró incapaz de encender un fuego. En un cuaderno dejó a la posteridad sus reflexiones filosóficas sobre la comida, el ayuno, las pasiones y el sexo describiendo la influencia de la cocina en la evolución del hombre. El mar traerá a la isla un cofre que contiene ciento veinte bacalaos y, mientras espera poder encender un fuego para transformar los alimentos en manjares de alta cocina, el narrador se detiene en la descripción de las posibles formas de cocinar el pescado de las muchas oportunidades mirando hacia atrás el recuerdo a sus vastas experiencias gastronómicas. Eso sí, cuando se trata de bacalao el “obispo” no podía olvidar la maestría de los vascos con este pez: del bacalao al pilpil del Akelarre o el zurrukutuna del Arzak.

La primera noticia de un vasco en Terranova data del año 1517, cuando un pescador de San Juan de Luz da cuenta de la venta de bacalao verde de las Tierras Nuevas en Burdeos. Además, esta es la primera ocasión en que se dice claramente en un documento que un vasco ha estado en aquella parte del mundo. Bien entrado el siglo XXI sigue habiendo vascos y descendientes de vascos en Terranova, pero ya no pescan bacalao.

 



Cortando el bacalao

 

El 4 de mayo de 1967, fallecía en Deba Eustaquio Arrinda Aranburu, originario de Lekeitio. Tenía 84 años y había pasado 55 años en la mar. Fue el primer capitán de la Pysbe (Pesquerías y Secaderos de Bacalao), la famosa compañía bacaladera, y mandó el Alfonso XIII, el Euskalerria, el Galerna, el Tramontana y el Abrego. Tenía 70 años cuando enfermó de pulmonía y fue hospitalizado en Canadá. Desde allí, comunicó su baja a la Compañía. Había hecho 54 viajes a Terranova y pocos habían pescado tanto bacalao como él[3]. Eso sí: su leyenda era terrible. Cuentan que, cuando se acercaba la tormenta y los barcos se alejaban en busca de aguas más tranquilas, él se quedaba en el banco a la capa. Se trata de aproar el barco a la mar y al viento, a poca máquina, para ir subiendo y bajando las olas evitando los golpes de mar que puedan poner en peligro la integridad de la embarcación. La tripulación horrorizada, muerta de miedo, esperaba lo peor. Cuando el temporal amainaba, él estaba solo durante bastante tiempo, así que pescaba todo lo que podía, llenaba las bodegas y podía irse antes que los demás a casa, o entrar en puerto para descansar.

“En el “Ábrego” estaba mi padre y en el “Cierzo” estaba Aguirre –cuenta Donato, uno de los hijos de Arrinda-. Eran los mejores barcos. Y como Aguirre llevaba tantos años como mi padre, los más viejos, destacaron los que más (…)Existía una verdadera pugna entre los dos capitanes, Aguirre y Arrinda: “Entre ellos estaban a ver quién llegaba el primero a puerto de regreso de campaña, puesto que si llegas el primero vacías el barco el primero, pero si llegabas un poco más tarde y tu barco tenía que esperar a que lo vaciaran, el barco iba perdiendo de peso, y tenían interés en llegar los primeros. Las anécdotas son variadas. Así, antes de la Segunda Guerra Mundial, en los barcos de vapor, en cierta ocasión Arrinda pregunta a Aguirre a ver cómo va la pesca. Este le responde que nada, y que saldrá dentro de unos días de regreso a casa. Pero mi padre se enteró de que ya había arrancado. Salió con lo justo de carbón para la ruta, pero le cogió un temporal y se quedó sin carbón antes de llegar a las Azores. Pidió ayuda y tuvo que ir a remolcarlo Agirre”[4].

La compañía desapareció hacia 1973 y, hoy, tras un tiempo de agonía, ya no se pesca bacalao en Terranova.

 



El Vendaval, de la Pysbe, en Pasaia

 

Como hemos visto, la pesca del bacalao por parte de los vascos en aguas de Terranova se remonta, por lo menos, a principios del siglo XVI. Según Juan Pardo, también los riquísimos bancos de bacalao de Norteamérica fueron el motor que puso en marcha el fletamento de buques cantábricos para ir a tan lejanas costas. El bacalao seco, salado o ahumado, así como la ‘raba’ o huevas saladas de dichos peces, movilizó a las primeras flotillas de naos, navíos y zabras, de entre 60 y 200 toneladas, hasta las aguas del actual Canadá[5]”.

José María Busca Isusi, decía que “el hecho es que este pez ha llegado a tener una importancia económica de tal calibre que desde hace siglos constituye parte muy importante en la alimentación de los pueblos europeos. Por él y por las ballenas se han producido guerras y disputas, y durante siglos los diplomáticos han tenido que estar arreglando los constantes líos que se producían entre los pescadores de diversas nacionalidades”[6].

Los cazadores de ballenas y los pescadores de bacalao coincidieron en el tiempo. Eso sí, sus singladuras se hacían en momentos diferentes: la que iba en pos de los bacalaos zarpaba a principio de primavera y regresaba en octubre. Los que salían tras las ballenas dejaban la costa en junio y regresaban en enero.

Cuatrocientos años más tarde, los vascos que frecuentaban las mismas aguas, y que poseían la sal que los escandinavos no tenían, procedieron a conservar el bacalao sepultándolo en ese mineral. Cuando necesitaban cocinarlo, recuperaban su esponjosidad lavándolo con agua dulce. En la Edad Media hubo una auténtica locura por el consumo de este pescado que cuenta con hasta sesenta especies conocidas, pero que tiene en el Gadus morhua (el común o atlántico) su auténtica joya gustativa. En el museo londinense Victoria & Albert se exhiben unos bancos de iglesia de madera labrada en los que se representa la captura de ese pez. Es una obra tallada en 1415.

La época dorada de los grandes ejemplares de bacalao fue el siglo XIX, cuando se capturaron piezas de más de 80 kilos de peso (en 1895) y de la envergadura de un hombre (en 1896). La sobrepesca, que se había creído imposible atendiendo a la cantidad de huevas que transporta una hembra –entre 3 y 9 millones–, llegó bien entrado el siglo pasado, cuando el valor del pescado y su escasez desembocaron hasta en tres guerras entre Islandia, que amplió sus aguas territoriales, y Gran Bretaña y otros aliados, como Alemania Occidental. En 1958, 1972 y 1975 se produjeron tales enfrentamientos que barcos militares acompañaban a los respectivos pesqueros. Nunca se produjo una baja, pero los guardacostas islandeses llegaron a disparar contra naves de pesca enemigas, e idearon un sistema para cortar el cable que conducía sus redes, llevando a la ruina al sector pesquero británico. Los islandeses han demostrado desde siempre un celo especial para defender sus aguas. En 1615 asesinaron a 31 vascos tripulantes de un ballenero que faenaba en sus aguas sin pagar impuestos al rey. Y no solo eso, se dictó una ley por la que cualquier ballenero vasco que se acercase a la costa islandesa sería ejecutado.

Por lo que se refiere al Terranova, a partir de 1977, comenzaron a producirse restricciones cada vez mayores en el acceso a las aguas canadienses, hasta la implantación definitiva de las 200 millas territoriales que dejan fuera de los caladeros tradicionales a los bacaladeros vascos. Crisis y reconversión de la flota bacaladera con base en el puerto de Pasaia hasta su práctica desaparición en los años 1980. En el 2002, por ejemplo, solo una pareja con base en el puerto de Pasaia se dedicaba a la pesca del bacalao. Curiosamente, o quizá no tanto, el Bahía de los Vascos, de la compañía armadora Herederos de F. Velasco, acondicionado ahora para salar y congelar acababa de realizar una de las grandes mareas de su historia. La Epopeya de Terranova, como todas las ensoñaciones míticas, se alimentó del esfuerzo y las miserias de los hombres que se embarcaron en los bacaladeros con el objeto encomiable de «sacar adelante a sus familias» en unos años difíciles y nada complacientes.

 

 Comer el bacalao

 

Para varias generaciones de católicos o de gentes de tradición católica, el bacalao fue el recurso dominante para sustituir a la carne en los días en que ésta estaba prohibida por ser un alimento caliente (es decir, que hacía pensar en el pecado). Los clérigos lo catalogaron de frío por salir del agua gélida. Primero se instituyó como preceptivo los viernes, el mismo día de la semana en que Jesús había muerto. Y luego llenó los días del calendario en que había que evitar el alimento pecaminoso, que en las épocas más severas llegaron a ser la mitad del año. El asunto llegó al paroxismo en el siglo XVI, cuando los historiadores calculan que el 60% del pescado que se consumía en Europa era bacalao.

Un lomo de bacalao bien cocinado presenta un aspecto nacarado, con lascas verticales que se deslizan por su propia gelatina a la manera que los grandes glaciares se desmoronan en épocas cálidas. Este pescado ha sido el absoluto emperador de las mesas europeas, ya desde que los vikingos procedentes de Noruega que colonizaban Groenlandia y llegaban al continente americano en el siglo X descubrieran la manera de secarlo y conservarlo hasta darle el aspecto de un madero.

En mi casa se cumplía el precepto. Mis primeros recuerdos tienen que ver con el olor del bacalao seco y el sonido (¡carrast!) que producía la guillotina cuando José María el de “La Suiza” (la tienda de ultramarinos que estaba al lado de casa en mi Avilés natal) me cortaba los trozos que debía llevar a mi madre que, dicho sea de paso, era una cocinera extraordinaria. Para que los comiéramos todos (evitando así que mis hermanos y yo acabásemos en las calderas de Pedro Botero), generalmente nos preparaba el bacalao con besamel, siguiendo una receta de la Marquesa de Parabere (el libro que acompañó a mi madre toda su vida). También lo preparaba con tomate o en salsa verde. En cierta ocasión logré convencerla para que me hiciese estofado de bacalao, que era lo que preparaba, entre otros guisos, la señora Hussey a los arponeros que iban a la caza de Moby Dick en la taberna “Los Dos Marmitas” de Nantucket, la isla que se encuentra a cincuenta millas al sur de Cape Cod (Cabo Bacalao), Massachussets. En esta isla, además de la referencia en la inmortal obra de Herman Melville, aparece en La narración de Arthur Gordon Pym de Edgard Allan Poe. Melville no recoge la receta del bacalao, sí la del estofado de cangrejos.

 



Un pequeño paréntesis: mi madre que nos preparaba tan deliciosos guisos (que garantizaban nuestra salvación eterna, creo) no dudaba en hacernos tragar aceite de hígado de bacalao que sabía “a sapos y culebras”, alegando no-se-qué virtudes. Por suerte, en aquel tiempo, no identificaba aquel pescado con la pócima en cuestión.

Por cierto, uno de los recetarios de bacalao más famosos fue el que, en 1936, publicó la propia Pysbe con 212 recetas. El libro, entre otras cosas, trataba de demostrar que podías degustar el manjar durante cuatro días a la semana durante meses sin repetir preparación. Dicen que la cosa tuvo su origen en las protestas de los tripulantes de los barcos de la compañía, hartos de repetir uno y otro día el mismo menú.

La percepción que tenía sobre el bacalao cada vez que iba a Lekeitio (lo que comencé a hacer desde el vientre de mi madre: y no es una licencia poética) iba cambiando a mejor. Durante mucho tiempo, mi convicción más íntima me decía que nadie era capaz de preparar el bacalao como los vascos (luego, descubrí las habilidades de los portugueses). Aprendí a apreciar un buen bacalao a la vizcaína, al pil-pil, “Club Ranero”… Sin menospreciar las recomendaciones de Vázquez Montalbán, Bilbao y Bacalao forman un todo: “Bacalao de Bilbao”. Mi recordado amigo José Luis Iturrieta nos dejó un precioso librito titulado así: Bacalao de Bilbao. De Terranova a la Ría. Aquí relata, entre otras, la historia (algunos dicen que leyenda) de José María Gurtubai un comerciante de Bilbao originario del valle de Arratia que, a finales del 1835, envió un mensaje a sus proveedores habituales solicitando cien o ciento veinte bacalaos. Escribió, poco más o menos lo siguiente: "Envíenme primer barco que toque puerto de Bilbao 100 o 120 bacaladas primera superior". Lo malo fue para Gurtubay que se juntó la letra “o” con los números, convirtiéndose en "1000120". Con lo cual el bueno de Gurtubay recibió un millón ciento veinte bacaladas. Cuando llegaron a Bilbao estuvo a punto de suicidarse. Aceptó el envío con responsabilidad y resignación y cuando más desesperado estaba realizando gestiones para vender parte del pedido en Galicia y Asturias, Bilbao fue cercada por las tropas del pretendiente don Carlos María Isidro. Aquel cargamento fue el que permitió alimentarse a Bilbao durante el sitio de la primera guerra carlista y hacer a Gurtubay poseedor de una inmensa fortuna, una de las fortunas más grandes de la Villa. Ningún documento acredita la leyenda de los Gurtubay en ningún sentido,  pero a pesar de ello el relato ha calado hondo en la cultura popular. 
Curiosamente, relacionado con las guerra carlistas, aunque los historiadores no se ponen de acuerdo con cuál de ellas, se celebra en Oviedo el desarme: la costumbre de comer los garbanzos con bacalao procede del final una de las guerras carlistas, cuando para celebrar la "paz" y el "desarme" de la población se ofreció un almuerzo al ejército, pueblo, soldados heridos en los hospitales y enemigos en la cárcel un "rancho extraordinario" que, como quiera se estaba en cuaresma, cambió las carnes y embutidos por el pescado: cocido carmelitano (garbanzos con bacalao y espinacas). Más tarde, se añadieron al menú callos y arroz con leche.

Durante décadas, los grandes templos del bacalao -y de otros pescados, pero, sobre todo, del bacalao- han estado en las Siete Calles. El escritor catalán Luis Romero contaba que allí el meollo está en las Siete Calles, ese gracioso abanico que abre. Cual una mano, la actual catedral bilbaína, antigua iglesia del Señor Santiago, y termina en el semicírculo de la ría”. Aquí están (o estuvieron) el Luciano, el Guria, el Amboto, el Retolaza, el Víctor,… El gran periodista catalán Josep Pernau cada vez que iba a Bilbao degustaba un bacalao “Atlhetic” (vizcaína y pil-pil) en el Retolaza.

En 1966, probé por primera vez el célebre fish & chips (pescado rebozado y frito con patatas) que, entonces, se basaba en el bacalao, pero su escasez y carestía -tras las restricciones islandesas- obligó ya hace años a variar la receta, y hoy los innumerables puestos de Gran Bretaña que lo venden se inclinan por especies menos valiosas, sobre todo, abadejo. Los nostálgicos aseguran que el sabor no se parece. Posteriormente, en mis años de estudiante, descubrí en Pamplona el bacalao al ajoarriero: recuerdo el que preparaban en el Amostegui, en la calle Pozo Blanco, y en el Don Pablo, en Navas de Tolosa. Mi primo y ahijado Luis Aldamiz-Etxebarria prepara una fantástica tortilla de bacalao, recuerdo de sus días que trabajó como cocinero en una sidrería.

Sergi Ramis que dejado escrito que “el bacalao es una suerte de cerdo del mar, pues se aprovechan todas sus partes. Los vascos se rinden ante las cocochas; los islandeses popularizaron comer las cabezas; los portugueses han convertido a este pescado en la columna vertebral de su gastronomía; se degustan las tripas, la vejiga natatoria… Incluso el nauseabundo aceite extraído del hígado fue alimento obligatorio en Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial para combatir el raquitismo. Hoy los islandeses lo toman voluntariamente (¡!), apoyándose en que es la fuente de su buena salud (contiene altas dosis de vitamina A y D)”(Sergi Ramis, “El bacalao, el emperador absoluto de la mesa europea por el que las potencias del mar fueron a la guerra”, en La Vanguardia, 14-08-2020).



[1] Mark Kurlansky, El bacalao. Biografía del pez que cambió el mundo, Barcelona (1999): Península, p. 18.

[2] Ibidem, p.23.

[3] Anastasio Arrinda, Euskalerria eta Arrantza, San Sebastián (1977): Caja de Ahorros Municipal, p. 243.

[4] Rosa García-Orellán/Joseba Beobide Arburua, Hombres de Terranova. La pesca del bacalao, 1926-2004, Astigarraga (2009). Stella Maris, p.89

[5] Juan Pardo, en VV. AA., El País Vasco y el mar a través de la historia, San Sebastián (1995): Museo Naval, p.59. Vid. Asimismo Adolphe Bellet, La Grande Pèche de la Murue à Terre-Neuve Depuis de la décoverte du Nouveau Monde por les Basques au  XIVe Siécle, , Paris (1902):  Impr, Augustin Challamell (reprint)

[6] José María Busca Isusi, Alimentos y guisos en la cocina vasca, San Sebastián (1983): Txertoa, pp. 107-108.

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